jueves, 17 de noviembre de 2011

Llegó el Día de la Desilusión

Sabía que este día iba a llegar. En mi imaginación, me veía furioso, babeando, quizá destruyendo a mordidas mi preciada copia del AP Stylebook (que, confieso, no he abierto en años). Estaría en calzoncillos fumando (no fumo) y mirando al precipicio frente a mi ventana (vivo en un primer piso). O parado frente a mi puerta frente a un contingente de cámaras de televisión, dando mi declaración al mundo.
Pero estoy solo. Tranquilo. En mi casa. Satisfecho y contento.
El Día de la Desilusión no es como me lo imaginé. Pero llegó.
Empecemos por el principio. Por más que lo pienso, siempre llego a la misma conclusión. El periodismo es un oficio muy sencillo. Incluye, entre otras cosas, difundir información importante, a la mayor cantidad de gente posible. El obrero del periodismo es el reportero, quien se encarga de recopilar información de cierta novedad y relevancia, redactarla en un texto (de cualquier extensión) y publicarla (hacerla pública).
Repasemos: recopilar, redactar, hacer público. Uno. Dos. Tres.
Todo esto sería muy fácil si las cosas que publicamos hicieran feliz a todo dios. De hecho, las cosas más importantes – más relevantes – que podemos publicar son informaciones que afectan a un grupo y que otro grupo o individuo no quieren que vean la luz. Cuando se hace buen periodismo, pues, se entra en conflicto con algo o alguien.
Por eso es una profesión y no un hobby. Hacer buen periodismo es difícil, y hasta peligroso.
Yo considero un periodista a cualquiera que esté dispuesto a hacer esto bien. No me importa si antes era cocinero, ama de casa o barrendero. Si hoy hace periodismo por convicción propia, de su libre albedrío, y lo hace con el esmero, dedicación y ética necesaria, pues bienvenido sea al gremio, digo yo.
Aun así, sigo pensando que el mejor periodismo se hace en equipo. Porque cuando añadimos actores específicos a cada uno de los pasos (repasemos: uno, dos, tres), la calidad periodística tiende a mejorar. Tuve el lujo de ver pasar varios de mis artículos por la maquinaria de edición de The Wall Street Journal (algunos fueron vistos hasta por ocho pares de ojos) y puedo decirles, con toda humildad, que prefiero eso a estar solo en mi casa. Para muestra, un botón: la semana pasada seguí por Twitter el accidente de helicóptero donde murió el secretario de Gobernación de México y en menos de dos horas cometí dos errores graves: olvidé por completo que han sido cuatro – y no tres, como dije – los hombres en ese cargo este sexenio y escribí mal el nombre del segundo secretario de Gobernación del sexenio, quien también murió en un accidente aéreo. Dos almas caritativas me corrigieron – uno muchas horas después – confirmando el valor colaborativo del proceso.
Ese trabajo en grupo, normalmente, se hace dentro de una empresa de medios. Muchas de éstas, en todo el mundo, tienen intereses particulares – ya sea porque son propiedad del gobierno, porque tienen que responder a sus accionistas o porque pertenecen a familias con otros negocios. Esos intereses afectan y moldean las coberturas de muchas formas. A veces, el medio se manifiesta a favor de una corriente política, abiertamente, y eso permea su trabajo periodístico. Otras, el dueño tiene metas específicas, ocultas, e intenta dirigir el trabajo periodístico con llamadas diarias a la redacción.
Los puristas pensarían que esto es terrible y que esto confirma que los periodistas somos unos farsantes porque pretendemos perseguir una objetividad que no existe. Lo cierto es que el periodista es un ser humano que, como todos, no vive en el vacío. Tenemos opiniones, preferencias, obligaciones, miedos y necesidades. Pero también es cierto que muchos quienes nos dedicamos a esta profesión lo hacemos porque tenemos cierta ilusión de poder mejorar y cambiar nuestra sociedad para bien. Lo logramos en la medida en que le ofrecemos información imparcial, rigurosa, verdadera y objetiva a nuestros lectores, esos miembros de la sociedad a quienes les interesa lo que contamos. No deja de ser una aspiración, muchas veces traicionada, pero de lo más noble que tenemos y que nos identifica como gremio.
Hay en el ambiente un afán por glorificar lo que se ha hecho antes (todo tiempo pasado fue mejor) o por desvirtuarlo (todo estaba mal). Cuando una industria (porque esto, señores y señoras, es un negocio) se ve afectada drásticamente por nuevas innovaciones, la reacción es buscar culpables. La culpa la tiene Internet, los empresarios, los gobiernos, los propios periodistas.
Ni el pasado fue perfecto, ni el futuro trae consigo todas las soluciones. Pensar que antes el periodismo era puro y omnipresente es tan absurdo como pensar que la tecnología, por sí sola, atenderá todas las necesidades informativas de todo el mundo, todo el tiempo.
Los problemas, creo, siguen siendo los mismos: un enorme desinterés hacia lo que hacemos de gran parte de la sociedad, pésima paga y pocas oportunidades para los profesionales, una enorme falta de disposición por aprender nuevas formas de hacer su trabajo y una enorme confusión hacia lo que es el periodismo frente a las nuevas tecnologías, entre otras cosas.
De ahí viene el que finalmente haya llegado el Día de la Desilusión. Me desilusiona el nivel del debate sobre el llamado “futuro del periodismo”; la enorme confusión que hay hacia términos como objetividad o profesionalismo. El desdén que muestran las propias empresas periodísticas hacia sus trabajadores y hacia la integración de nuevas tecnologías e innovación en sus redacciones.
Me desilusiona la apatía de muchos periodistas, la arrogancia de muchos expertos, la ignorancia de los dueños de los medios y ver que damos vueltas sobre los mismos conceptos (¿Escribir blogs es periodismo? ¿Cuáles son las reglas de uso de los medios sociales? ¿Cómo evitar canibalizar la edición de papel?) que, francamente, considero una pérdida de tiempo.
Me desilusiona, también, estar observando esto desde la banca y no estar en la trinchera innovando, experimentando, tomando decisiones, lanzando proyectos y coberturas. Me desilusiona incluso que no se me considere para ciertos puestos por “tener un perfil profesional poco tradicional”, whatever that means.
Desde hace tiempo he pensado que los periodistas no podemos estar desocupados porque siempre hay algo que aprender, escribir y comunicar. Pero un sueldo es un sueldo.
Tengo claro, también, que mi carrera se ha convertido en una consecución de proyectos. Ya no me veo “haciendo carrera” en ninguna parte, a pesar de creer en la fortaleza del periodismo hecho desde instituciones éticas y prestigiosas.
Me desilusiona que las escuelas de periodismo sigan graduando cientos de alumnos que no encuentran trabajo.
Y me desilusiona la enorme confusión que existe en una época donde las herramientas son gratis, la barrera de difusión ha caído y donde acceder a cierto tipo de información es más fácil que nunca.
Creo que los periodistas y las empresas de medios no serán las creadoras de tecnologías innovadoras. No está en nuestro ADN. Nunca se ha visto una empresa de medios que haga bien el trabajo de creación de contenidos y al mismo tiempo desarrolle tecnologías de vanguardia. Pixar, que nació como una empresa de hardware, acabó siendo una empresa de animación porque ese era su mayor fuerte.
Nosotros no seremos quienes inventemos el próximo Facebook, Twitter o Google. Gutenberg no era periodista, por decirlo de una forma.
Desde hace dos años vivo en Silicon Valley, a unas cuadras del campus de Facebook (se están mudando a otro lado actualmente). En mis reuniones con emprendedores y desarrolladores me doy cuenta de dos cosas: 1) no tengo los conocimientos técnicos que ellos tienen y 2) tengo una sensibilidad, criterio y visión amplia del mundo de la que ellos carecen.
Esa sensibilidad viene de mi experiencia como editor y gerente de redacciones. A pesar de que los contenidos se han vuelto un bien común (commodity, en inglés) creo que los contenidos de calidad sobresalen sobre el ruidero inmenso de la sobreinformación. Aun creo en el trabajo en equipo que representan marcas periodísticas como The New York Times o The Economist. El reto financiero es inmenso: hacer buen periodismo, de calidad, es costoso. Y aunque muchos de nosotros amamos la profesión, no la queremos tanto como para hacerlo gratuitamente. Digamos, los sueldos son incentivos enormes.
Me preocupa, por ejemplo, que el éxito de experimentos como Spot.us, un sitio de donativos para financiar proyectos específicos, indique que son modelos de negocios replicables a escala. El único modelo de negocios de volumen suficiente que ha podido mantener un flujo de ingresos fijo y considerable es el de la venta de publicidad. No se ha encontrado ninguno nuevo que emule esas dimensiones – ni de cerca.
Pero no nos engañemos. Al igual que no inventamos la imprenta, es muy probable que tampoco inventemos un nuevo modelo de negocios. No es lo que sabemos hacer.
Las empresas de información deben estar impulsadas por un deseo de crear los mejores contenidos posibles, de desenmascarar la verdad, de presentarla de forma interesante, de ser un contrapeso ante el poder, de utilizar la tecnología disponible para llegar a la gente que tenga interés de enterarse y saber (que, ojo, no es toda).
No creo que debamos entregarnos a los Mark Zuckerbergs del mundo. No me lo imagino como director de un medio de información. No es lo que él pretende hacer. En foros del futuro del periodismo en Estados Unidos invitan gente como Craig Newmark. Él inventó un sistema de clasificados en línea que afectó el negocio de los diarios, pero no es periodista. Yo no quisiera tenerlo de jefe, pues.
Steve Jobs en su biografía dice que las empresas de tecnología que dejaron de innovar fueron las que pusieron a gerentes de ventas a la cabeza, en lugar de expertos en el producto. Nuestro producto es la información. La gente que sepa encontrarla, empaquetarla, difundirla y atender a sus audiencias es la gente que debe guiar este cambio. Y para ser eso hay que pasar de atender intereses personales a entender como han cambiado los gustos y preferencias de la gente que nos quiere leer y resolver como generar contenidos que les sean relevantes.
Dicho lo anterior, sí creo que hace falta un gran cambio de mentalidad, generacional, de métodos y metas. Hay que hacer cosas nuevas, diferentes, pero que enarbolen los principios más altos de la profesión.
Sí sabemos contar historias. Sí sabemos distribuirlas. Enfoquemos de nuevo nuestros esfuerzos en eso y hagamos lo que sabemos hacer, de la mejor forma posible, utilizando todas las herramientas disponibles a nuestro alcance.
Es muy simple: Uno, dos y tres.

martes, 25 de octubre de 2011

Organizando reuniones para Programadores y Periodistas

Desde el pasado diciembre organizo en México reuniones para periodistas y programadores bajo el capítulo mexicano de Hacks and Hackers. HH es una organización estadounidense que comenzó a organizar "meetups" -- que no son conferencias, sino reuniones más informales -- en el área de San Francisco a fines de 2009. El creador del concepto es Burt Herman, otrora jefe de buró en Asia de la Associated Press y creador, también, de Storify, una herramienta para poner orden a los contenidos de la redes sociales.
He realizado ya seis reuniones en México DF bajo este concepto. Al principio llamé al grupo Periodistas y Programadores, por miedo a la connotación negativa de la palabra hacker. Pero al ver que el capítulo argentino adoptó el nombre en inglés, con enorme éxito en sus primeras reuniones, opté por lo mismo.
El grupo tiene presencia en Facebook y la página de MeetUp. Si les interesa, anótense.
Entre mis conclusiones (muy personales) de la experiencia hasta el momento está mi percepción de que nosotros (los periodistas) necesitamos más a los programadores que ellos a nosotros. Los programadores están mucho mejor organizados -- hay varios grupos en México que comparten su afinidad por el PHP o el HTML5. Están acostumbrados a reunirse y compartir su sabiduría y experiencia. Los periodistas, no tanto.
El objetivo de Hacks and Hackers México, más que nada, es crear vínculos para echar a andar colaboraciones. No sé si esto se ha dado hasta el momento. También es una prioridad compartir conocimientos y herramientas. En ese ramo, los programadores han sido más generosos. También en cuanto asistencia: he visto a más programadores repetir y volver que periodistas.
Ante los cambios en los medios de comunicación y en la forma que la gente consume noticias, los periodistas tienen -- tienen -- que aprender a comunicarse con los programadores. Nunca hablaremos el mismo idioma, pero si podemos llegar a colaborar en proyectos más avanzados, que requieran de la experiencia de ambos grupos. Fundar, una organización sin ánimo de lucro, lo ha logrado exitosamente con proyectos como Curul 501, gracias a su colaboración con CitiVox.
Mi intención es continuar con este esfuerzo con la ayuda de la comunidad que se ha creado, y en específico de voluntarios como Román Tienda, David Sasaki y Arturo Aguilar. Es un proyecto sin ánimo de lucro y lo hacemos porque sabemos que es necesario: necesitamos aprender muchas cosas, tener las herramientas necesarias para lanzar proyectos de información de calidad y estar preparados para un futuro que nos puede dejar atrás si no nos ponemos hoy las pilas.

lunes, 3 de octubre de 2011

Taller del 21 de octubre de 2011 en México DF

martes, 27 de septiembre de 2011

La propiedad de los medios: ¿emocional o racional?

Una de las grandes diferencias entre las empresas de diarios en Estados Unidos y en Latinoamérica es el modelo de propiedad.
Mientras que en EEUU la mayoría de los grandes periódicos pertenecen a empresas que cotizan en bolsa, las compañías latinoamericanas son de familias que en muchos casos han sido dueñas del medio por cinco décadas o más.
La mayor distinción entre estos dos modelos es la transparencia. Mientras que una empresa que cotiza en bolsa debe publicar sus resultados, la otra no tiene que hacerlo. Cotizar en bolsa implica mantener un ritmo de crecimiento constante; la propiedad familiar implica crecer al ritmo que determinen los dueños.
Sin embargo, ambos tipos de modelos de propiedad responden a reglas similares. Ser dueño o directivo de un medio de información conlleva un responsabilidad social muy distinta a la de ser un ejecutivo en otras industrias. Por supuesto, no todas las empresas de medios responden a esta responsabilidad social de la misma forma, pero ese es un tema para otra ocasión.
Hace unas semanas el ensayista y escritor Malcolm Gladwell escribió este artículo sobre los dueños de equipos deportivos profesionales en EEUU, un modelo de propiedad que se parece al modelo de las empresas de medios familiares en América Latina.
La teoría de Gladwell es que solo se puede ser dueño de un equipo profesional si se valora el beneficio psicológico. Su conclusión es que los equipos no son tan buen negocio. Su valor radica en el impacto emocional que poseerlos tiene en sus dueños – que normalmente son aficionados fervientes.
El caso de los medios de información en América Latina es similar. No digo que los medios de comunicación no han sido buenos negocios para estas familias. Muchas de ellas, de México hasta Chile, son muy acaudaladas. Pero no se puede ser dueño de un diario si no hay un interés por informar a la sociedad. No es un negocio fácil, y mucho menos hoy en día en países como Ecuador, Venezuela y México.
Creo que si estos dueños no valoraran el otro beneficio, el emocional, no podrían mantener su propiedad. Se volverían locos.
Estas familias son parte del entramado social. Han sido altamente beneficiadas por sus negocios y por su relación con el poder. Son familias privilegiadas e influyentes. Ese privilegio e influencia entra también en la ecuación: son parte de los beneficios que vienen con ser dueño de un medio de comunicación. Un beneficio emocional más.
Sin embargo, conozco por lo menos tres casos de magnates de periódicos latinoamericanos que han dejado sus países para vivir en el extranjero por cuestiones de seguridad. El caso más conocido y público es el de los dueños del Grupo Reforma, de México, que decidieron mudarse de Monterrey a EEUU. Pero aún así han mantenido el control del grupo.
Ser dueños emocionales tiene desventajas, también. Como no existe la presión de inversionistas externos, estas empresas evolucionan más lento. Para la mayoría de estas familias – con algunas excepciones – el negocio editorial (de papel) es su fuente única de ingresos. Además, muchas de estas empresas son hoy propiedad de varias generaciones de la misma familia. Las ganancias y privilegios han alcanzado hasta hoy para todos, por lo que matar o cambiar a la gallina de los huevos de oro resulta muy difícil.
Esto presenta un oportunidad inmensa para proyectos nuevos, más originales y ágiles. Los medios digitales, sin los costos inmensos que implica producir un diario de papel, son un espacio fértil en nuestros países.
Lanzar medios nuevos es más fácil hoy que nunca. Y los beneficios emocionales siguen siendo enormes -- mucho mayores a los económicos -- en la medida en que se pueda ser útil y relevante para una audiencia desesperada por consumir nuevos modelos de información que rompan con los viejos esquemas.

sábado, 10 de septiembre de 2011

09-11-2001 a 09-11-2011: Una breve reflexión

Uno de los mayores recuerdos que tengo de la noche del 11 de septiembre en Nueva York es el silencio que inundó la ciudad. Entraba por los huesos.
Era un martes, y la ciudad que no duerme estaba pasmada, en shock. Normalmente, la acera junto al edificio donde vivía en la calle 87 retumbaba por los motores de los autobuses y el murmullo constante de la gente. Nueva York es una ciudad que se cuela por las rendijas aún después de cerrar la puerta del departamento.
No esa noche. Esa noche estaba muda.
Por la mañana un amigo nos llamó poco antes de las 9 am para contarnos, un tanto chocarronamente, que una “avioneta” se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center. Prendimos la televisión y en vivo vimos como chocaba el segundo avión en la torre sur. Voltee a mirar a mi esposa y le dije “Esto ya no es normal, debe ser un acto terrorista”.
En ese entonces llevaba tres meses trabajando para la versión en español de The Wall Street Journal. Las oficinas estaban frente al WTC. De hecho, había una ventana a espaldas de mi escritorio que daba justo a una de las paredes de la torre norte, la segunda en caer.
Normalmente entraba al trabajo a las 11 a.m., así que no estaba ni siquiera en camino. Como a las 9.30 am decidí dirigirme a la oficina con la idea ilusa de entrar a mi oficina y llamar a una estación de radio a dar la crónica. Por supuesto, no lo logré y nunca volví a esas instalaciones.
Tomé el metro con mi esposa en dirección sur. Ella se bajó en la calle 14 y yo seguí. Había decidido bajarme una estación antes de lo normal. Comúnmente me bajaba en la estación que estaba en el sótano de las torres. Todos los días por esos tres meses salía de la estación y miraba para arriba. Las torres eran como una inmensa autopista vertical hacia el espacio.
Pero poco antes de llegar, el metro paró en seco. Pasaron unos minutos y vimos al conductor recorrer el tren de un lado a otro (los trenes tienen controles en los dos extremos). No dijo nada, pero se veía consternado.
Unos minutos después el tren avanzó en reversa y tuve que bajar en la misma estación donde había dejado a mi esposa. Miré hacia el sur, a la punta de la isla, donde solo se veía una nube gigantesca de polvo. Las torres habían caído, pero yo no lo sabía.
Me engañé a mi mismo pensando que las torres debían estar detrás de la nube. Sin preguntar ni hablar con nadie comencé a caminar hacia allá, sin detenerme, por más de 30 calles.
Me detuve en Battery Park, un área al costado de las torres que fue creada artificialmente con la tierra que se escavó durante la construcción del WTC.
A unos metros de donde debían estar las torres reinaba una extraña calma. La gente hablaba tranquila y no llegaba el polvo porque ese día el viento soplaba para el otro lado, hacia Brooklyn. Era una mañana totalmente despejada, sin una sola nube. Si no fuera por la gente totalmente bañada en polvo blanco, que caminaban como fantasmas asidos a sus maletines, hubiera sido difícil imaginar la destrucción que había un par de cuadras más allá.
Tras una alerta de fuga de gas nos pidieron dejar el área. Yo caminé sin detenerme hasta mi casa, más de 100 calles para arriba. La gente escuchaba la radio de sus autos con las puertas abiertas, que hablaban de rumores de más aviones secuestrados en el aire. Times Square, casi vacío, mostraba la información obsesivamente en una de sus famosas pantallas electrónicas. Tardé casi tres horas en llegar a casa.
Me encerré con mi esposa y un amigo, viendo una y otra vez las imágenes de los aviones estrellándose en las torres, y éstas derrumbándose una y otra vez. Por más de doce horas tuvimos la televisión encendida. Teníamos miedo, por supuesto.
Muchos de nosotros hemos visto esas torres caer, en video o en nuestros recuerdos, innumerables ocasiones. La fecha y los sucesos se han vuelto parte del paisaje e, incluso, un molesto y aburrido cliché. Pero sin afán de mártir, es un evento que ha marcado mi vida.
Junto con muchos he padecido el incremento en la seguridad en los aeropuertos, la radicalización del discurso político en EEUU, dos guerras invisibles que no se sienten en la vida cotidiana pero que han tenido gran impacto en la sociedad, y dos brutales recesiones económicas que, si bien no tienen relación directa con los atentados, si han mermado la calidad de vida de los estadounidenses. No es el mismo país que hace diez años.
Como periodista de negocios en Nueva York aprendí que la confianza es uno de los mayores atributos de una economía. Si los ciudadanos confían que un país o una empresa harán bien las cosas en el futuro, apuestan por ellos. Creo, sin lugar a dudas, que la confianza de Estados Unidos, en su sistema, sus instituciones, su economía y su futuro no es tan alta como lo fue a fines de la década de los 90. La confianza impulsa la innovación, la creatividad y la competitividad. Es una cualidad difícil de medir, pero fundamental para el desarrollo del sueño americano.
Además del silencio esa noche de martes en la ciudad de Nueva York, hay otra imagen que ha quedado plasmada en mi memoria. Justo un año después, mi esposa, yo y mi hijo mayor – quien nació en mayo de 2002 – caminamos por las calles de una ciudad de Nueva Jersey con un grupo de personas recordando el evento del año anterior. Llevaba yo a mi hijo en el pecho, con uno de esos arneses para cargar bebés. No me considero una persona sensiblera, pero me nació decirle al oído: “Lo que pasó hace un año va a ser muy importante en tu vida”.
No sabía bien por qué, pero sabía que ese evento iba a afectar de alguna forma su condición de ciudadano de EEUU y del resto del mundo. Y ahora, a diez años, aún no me quedan claras las consecuencias de fondo, pero sí la necesidad de ofrecerle a mis hijos un mundo más tolerante que aprenda a dialogar sin violencia y sin actos de terror.

miércoles, 31 de agosto de 2011

La complicada fórmula de lo que se quiere y se necesita saber

Los editores de antaño (digamos, de 2005) solíamos sentarnos frente a un monitor varias veces al día viendo pasar los cables de agencias como AP, EFE y Reuters. Cuando aparecía algo interesante, lo seleccionábamos para incorporarlo a nuestra sección. También monitoreábamos los sitios de Internet de la competencia y los de grandes diarios internacionales como The New York Times y The Guardian. Otros editores, más cultos y sofisticados, revisaban también páginas web en francés y otros idiomas.
Estoy seguro que mi patrón de consulta era muy similar todos los días. Incluso hoy, que ya no trabajo para un medio, visito casi siempre los mismos sitios: nytimes.com, guardian.co.uk, cnn.com, washingtonpost.com, eluniversal.com.mx, elpais.com, as.com y espn.com. Los mismos, todos los días.
Pero ahora también tengo la fortuna de seguir una excelente lista de usuarios de Twitter, desde profesionales de la información como @mtascon y @dmorenochavez hasta sitios de nicho como @rww y @mashable. A mis visitas diarias a sitios de noticias le sumo ese factor de curaduría de la información que me aportan las cuentas que sigo. Por ello, quito y añado usuarios constantmente, porque Twitter se ha convertido en mi principal fuente de información, gracias a la velocidad y astucia de esa gente en mi TL. Ahí me enteré de los ataques recientes en Monterrey, México, y seguí minuto a minuto el movimiento de Irene hacia la costa este de EEUU.
La compra de Zite por parte de CNN, anunciada ayer, confirma que este espacio -- esa combinación de atender los intereses y las necesidades informativas de los lectores -- está madurando a pasos agigantados. Ese espacio incluye plataformas como Flipboard, Pulse, Instapaper, Evri, News.me, Hearsay.it y un gran etcétera. (De los anteriores, sólo Evri ha sido cliente mío). Algunas aprovechan mejor el llamado "social graph", empujando las noticias seleccionadas por amigos y familiares de forma más agresiva. Otras, como Zite, usan algoritmos sofisticados para aprender los patrones e intereses de los lectores y presentarles contenidos que pueden interesarles con base en lo aprendido. Por último, algunas plataformas, como las basadas en RSS, dan mucho mayor control al usuario para que éste determine qué tipo de información le interesa, casi siempre basado en sus pasiones.
Pero existe un factor un tanto escurridizo que quizá los editores podamos atender mejor: la sorpresa. Es por esta razón que Google News ha decidido usar el criterio editorial humanocomo parte de una plataforma que se vanagloriaba en el pasado de ser totalmente automatizada. Yahoo News! ha tenido un éxito brutal con las noticias que aparecen en los buzones de los usuarios de su servicio de email, casi siempre seleccionadas por editores.
Ese factor sorpresa es difícil de determinar con un algoritmo por una sencilla razón: uno no sabe lo que no sabe. En las redes sociales, las cosas se convierten en "trending topic" después del hecho; veo casi imposible que algo no calendarizado, no esperado, se convierta en trending antes de que suceda. En esta categoría está el tsunami en Japón o la muerte de Osama Bin Laden. Incluso cuando una persona fue testigo de la operación que dio muerte al terrorista más buscado del mundo, sus tweets se volvieron públicos mucho más tarde, cuando la noticia se dio a conocer.
He tenido discuciones fascinantes acerca de la fórmula correcta para combinar estos factores de personalizacón. No hay respuesta fácil. Sin embargo, pienso llevar ese debate a SXSW 2012 como tema del panel que he sugerido. Mientras tanto, a los editores no nos queda más que intentar entender, cada vez mejor, las preferencias de nuestros lectores.

martes, 9 de agosto de 2011

El poder de la marca y las publicaciones adjetivo.

Hace unos días se reportó que The New York Times rebasó los 220,000 suscriptores digitales, o una cuarta parte de su circulación en papel.
Un esfuerzo anterior, TimesSelect, también logró alcanzar el cuarto de millón de suscriptores, a los que se daba acesso exclusivo en línea a las columnas de opinión y archivo del diario. Un análisis muy poco científico diría que hay cerca de 250,000 personas tan fieles a la marca NY Times que están dispuestos a pagar por acceso a ella en distintas plataformas. Una lealtad a una marca añeja que significa calidad y buen periodismo liberal estadounidense.
Desde hace quince años he trabajado en varios proyectos editoriales. Una de las primeras cosas que hice con proyectos como la cadena de diarios Rumbo en Texas fue sentarme a pensar cual sería su filosofía y línea editorial: qué tipo de información cubriríamos, para quién, cómo y con qué tono. Un error gigantesco, siempre, es intentar ser algo para todo el mundo. La falta de foco y decisión afecta los proyectos editoriales.
Mi definición de proyecto editorial se ha ampliado considerablemente. Creo que la herramienta Storify es un proyecto editorial. Como su propio nombre lo dice, está diseñada para contar historias hilvanando una serie de piezas individuales -- tweets, videos, fotos, párrafos de contexto. Hace un par de semanas alguien preguntaba si Storify debe ser un sustantivo ("Usemos el Storify para hacer periodismo") o un verbo ("Vamos a storifear esa nota"). Yo creo que las mejores plataformas, así como los mejores proyectos editoriales, deben ser un adjetivo: "Vamos a hacerlo como Storify" o "Se parece a un Storify".
A las grandes revistas como Life, Time, National Geographic, Wired, The Economist no hay que definirlas. Al igual que la pornografía (al decir de un congresista estadounidense hace décadas) sabemos lo que son cuando las vemos. No sólo eso, sino que también sabemos cuando otros tratan de emularlas: "Mira, ese artículo -- documental, libro, etc -- es como de National Geographic". Cuando alguien menciona a una revista-adjetivo, quien la conoce sabe de qué están hablando.
La mayoría de los grandes proyectos futuros serán digitales. En ese espacio todo se puede medir. Y eso provoca la tentación gigantesca de publicar sólo las noticias o informaciones que atraigan usuarios y clics, a pesar de lo que sea. El fenómeno se llama "SEO-driven content". Yo le llamo la publicación indiscriminada de videos de gatitos. Pero incluso los proyectos que más se fijan en estadísticas, como The Huffington o TMZ, tienen parámetros del tipo de cosas que entran dentro de la definición editorial de su plataforma. A pesar del que ambas son bastante carnívoras y agresivas en el tipo de cosas que meten, TMZ, por ejemplo, tiene clarísimo que lo suyo es la farándula y gente "famosa" por distintas razones. No es un medio de análisis ni de gatitos. Tampoco lo es el Huffington Post, a pesar de publicar noticias con títulos como "A qué hora es el Super Bowl" para atraer clicks. Lo suyo son temas con inclinación liberal, y notas curiosas más no sangrientas o morbosas. Saben lo que son, y sus lectores también.
¿Cómo se define un proyecto -- plataforma, herramienta, publicación -- editorial? De la misa forma qué siempre. Respondiendo a las preguntas básicas del periodismo: qué, cómo, cuándo, dónde, para quién.
Llamémosle filosofía, línea o plan editorial, todos tenemos que tener uno. Si no, ¿cómo nos van a reconocer nuestros lectores?

viernes, 5 de agosto de 2011

Cosas de semántica

Un día después de publicar mi entrada anterior, un “experto” en medios sociales publicó en su Twitter un comentario criticando a aquellos que anteponen “mundo real” a “redes sociales”.
No me mencionaba a mí. Pero, como soy un hombre sensible, me lo tomé personal (gran error, sobre todo cuando el discurso en las redes sociales tiende a distorsionarse fácilmente; la interfase de Twitter, a pesar lo que digan los expertos, no se presta para discusiones largas y profundas).
Después de tuitear que me parecía ocioso discutir esas cosas (con mundo real quise decir mundo físico, por supuesto, siendo alguien que pasa gran parte de su día en la realidad de las redes sociales). Hasta mi querido Howard Rheingold, quien acuño el término “comunidades virtuales” me corrigió.
Mi punto de vista es muy simple: estas discusiones semánticas no aportan absolutamente nada al gran reto que tenemos los periodistas por encontrar mejores formas de recopilar y distribuir nuestra información y comunicarnos con nuestra audiencia (que muchas veces son más activos y mejores informadores que nosotros).
Yo creo que es una cuestión práctica. Me explico. Recientemente se ha vuelto a discutir la importancia de conocer la identidad de la gente que deja comentarios en las páginas de noticias. Los detractores dicen que eso atenta contra una de las mayores virtudes de la Red: el anonimato es un derecho y la gente es libre de elegir en un espacio sin reglas oficiales. Sin embargo, en la práctica, cuando uno publica un tema de inmigración, por ejemplo, y un bloguero de extrema derecha le pide a sus lectores que comenten la entrada de tu blog, inundándolo de insultos, la acción práctica es a) aprovechar la novel popularidad o b) borrar los insultos. Hay que tomar una acción, pues. La teoría ahí importa poco. (Esto le pasó a una amiga bloguera, por cierto).
Lo mismo con temas como blogueros vs periodistas y periodistas ciudadanos vs profesionales. En la práctica y como periodista profesional que no gana un céntimo blogueando, tengo claro para que sirve mi blog y el tipo de cosas que quiero escribir en él. No necesito que me den permiso o me legitimen otros. Lo mismo con el periodismo ciudadano. Mi postura es muy clara: si alguien – un ama de casa, un panadero o un futbolista – quiere pasar sus días buscando información interesante, descubriendo lo que otros quieren ocultar y presentando esos contenidos de forma interesante y relevante, ante mis ojos es un periodista. Un testigo de un evento que graba un suceso en su teléfono móvil, por otra parte, es alguien con quien quiero hablar, como siempre hemos querido hablar con la gente que presencia estas cosas. Si esta persona sube el video a la web, como muchos hacen, eso demuestra que el acceso a los canales de distribución se ha democratizado con las nuevas tecnologías. Pero de eso a pensar que esta persona está dispuesta a dedicar su vida a una profesión mal pagada, en la que recibir reproches y negativas es cosa de todos los días y en la que los verdaderos profesionales dedican su tiempo a descubrir o informar sobre cosas que otros quieren ocultar, pues ya es demasiado.
Semántica vs práctica, pues. Y ante las condiciones actuales, me quedo con la práctica.

martes, 2 de agosto de 2011

Las mejores redes sociales emulan el mundo

Las mejores redes sociales son las que emulan algún tipo de comportamiento de la vida real, ofreciendo mecanismos de convivencia que derrumban ciertas barreras, en particular las del tiempo y el espacio. Como una herramienta física – martillo, desarmador, pinzas – es una extensión de habilidades humanas, en este caso las relativas a nuestras interacciones con otros.
Una de las primeras grandes redes sociales fue el teléfono, tecnología que permitía conectarme, a través de una seria de cables, con alguien que no estaba lo suficientemente cerca como para entablar una conversación cara a cara.
Cada una de estas redes, desde el telégrafo hasta Twitter, genera un serie de comportamientos nuevos que se adaptan a las cualidades y limitaciones de la propia tecnología. Por ejemplo, en Twitter se ha creado, orgánicamente, todo un lenguaje interno para facilitar el diálogo. Tanto los hashtags (signo de gato) como los respuestas directas (usando una arroba) se comenzaron a utilizar espontáneamente por las comunidades de usuarios para facilitar una comunicación más ágil y organizada. Los hashtags, por ejemplo, organizan en temas las conversaciones que tenemos en Twitter.
Desde hace unas semanas he comenzado a usar Instagram, la plataforma de iPhone para compartir fotografías. Es mi obsesión actual, lo confieso. He notado, de inmediato, que la comunidad de Instagram responde mejor a cierto tipo de imágenes, marcándolas con el botón de Like (Me Gusta). También es muy prominente el uso de hashtags.
Instagram cumplió un año hace unos días y ostenta ya un millón de usuarios. Pero lo más interesante es que, como dije arriba, en este corto tiempo ha logrado crear una estética muy particular. A diferencia de TwitPic y Lockerz, las imágenes de Instagram son más pensadas, más artísticas. Por supesto, esto es muy subjetivo, pero el simple hecho de contar con una serie de filtros y efectos permite al usuario dedicar más tiempo a embellecer y editar sus fotos. Hay gente que incluso hace sus fotos con cámaras profesionales y luego las pasa por los filtros de Instagram. Sin duda, existe ya toda una cultura, llena de códigos y preferencias.
Otras plataformas tienen esa misma cualidad. Los checkins de Foursquare también favorecen un cierto tipo de comportamiento y una estética acorde a las cualidades de la plataforma, que se sustentan en la idea de explorar y compartir los lugares que conocemos. La estética, ahí, no es del tipo artística, sino una estética de exploración y una competencia por ser la persona que más lugares visita, consolidándose como alcalde de muchos de estos lugares. Un comportamiento tipificado favorecido por la plataforma y las acciones que ésta permite, junto con los usos que la comunidad le da.
Recientemente un amigo muy querido volvió de un viaje a Europa con su familia y me contó cómo sus hijos, menores de edad, estaban obsesionados por tomarse fotos en lugares como la Torre Eiffel para compartirlas en Facebook con sus amigos. La plataforma que impulsa un tipo de comportamiento, y la estética de generar cierto tipo de contenidos que se adaptan a la cultura que cada comunidad promueve en esas plataformas.
Siempre he pensado que los mejores medios de comunicación no requieren definición: sabemos lo que son y para lo que sirven sin tener que explicarlos mucho. Desde los gadgets hasta las revistas y periódicos, los más exitosos tienen una personalidad propia, ya sea por su interfase intuitiva, por su diseño efectivo, por su contenido relevante. Cosas como la iPad, la revista Wired o Instagram. Plataformas útiles, inteligentes, relevantes y fáciles de usar y que permiten, sin mucha explicación, que el usuario las explote, utilice y disfrute orgánicamente.

Innovaciones para un nuevo periodismo

miércoles, 20 de abril de 2011

De vuelta en 2011

Hace meses que no escribo en este blog.
Una de las razones fue que me frustró no generar el tipo de retroalimentación que considero debe ser la paga por escribir en este tipo de espacios. Financieramente, este ejercicio sólo da pérdidas. De 2006 a 2009 gané únicamente US$100 con mis anuncios de Ad Sense.
Así que desde que descubrí Twitter en 2008 poco a poco me he ido alejando del blog y paso más y más tiempo en el microblog. Disfruto las respuestas directas de la gente a mis mensajes, y disfruto la inmediatez.
Pero extraño poder expandir mis ideas, como lo hice en muchas ocasiones esos tres años. Y con todos los cambios en la tecnología y la práctica periodística, creo importante volver a este espacio para poner orden a mis ideas. Si alguien aprende algo conmigo, pues qué mejor.
Estoy consciente que como consultor de medios y tecnología debería estar usando las últimas herramientas: hacer un Tumblr, o publicar desde mi correo electrónico a Posterous. Ambas comunidades son muy activas, e interesantes. Pero al final se trata de eso: de ser parte de una comunidad que comparta un interés, no del uso de una plataforma u otra.
Porque si creo que pasará de los US$100 tri-anuales, pues estoy, sin duda, en el lugar equivocado.