martes, 27 de septiembre de 2011

La propiedad de los medios: ¿emocional o racional?

Una de las grandes diferencias entre las empresas de diarios en Estados Unidos y en Latinoamérica es el modelo de propiedad.
Mientras que en EEUU la mayoría de los grandes periódicos pertenecen a empresas que cotizan en bolsa, las compañías latinoamericanas son de familias que en muchos casos han sido dueñas del medio por cinco décadas o más.
La mayor distinción entre estos dos modelos es la transparencia. Mientras que una empresa que cotiza en bolsa debe publicar sus resultados, la otra no tiene que hacerlo. Cotizar en bolsa implica mantener un ritmo de crecimiento constante; la propiedad familiar implica crecer al ritmo que determinen los dueños.
Sin embargo, ambos tipos de modelos de propiedad responden a reglas similares. Ser dueño o directivo de un medio de información conlleva un responsabilidad social muy distinta a la de ser un ejecutivo en otras industrias. Por supuesto, no todas las empresas de medios responden a esta responsabilidad social de la misma forma, pero ese es un tema para otra ocasión.
Hace unas semanas el ensayista y escritor Malcolm Gladwell escribió este artículo sobre los dueños de equipos deportivos profesionales en EEUU, un modelo de propiedad que se parece al modelo de las empresas de medios familiares en América Latina.
La teoría de Gladwell es que solo se puede ser dueño de un equipo profesional si se valora el beneficio psicológico. Su conclusión es que los equipos no son tan buen negocio. Su valor radica en el impacto emocional que poseerlos tiene en sus dueños – que normalmente son aficionados fervientes.
El caso de los medios de información en América Latina es similar. No digo que los medios de comunicación no han sido buenos negocios para estas familias. Muchas de ellas, de México hasta Chile, son muy acaudaladas. Pero no se puede ser dueño de un diario si no hay un interés por informar a la sociedad. No es un negocio fácil, y mucho menos hoy en día en países como Ecuador, Venezuela y México.
Creo que si estos dueños no valoraran el otro beneficio, el emocional, no podrían mantener su propiedad. Se volverían locos.
Estas familias son parte del entramado social. Han sido altamente beneficiadas por sus negocios y por su relación con el poder. Son familias privilegiadas e influyentes. Ese privilegio e influencia entra también en la ecuación: son parte de los beneficios que vienen con ser dueño de un medio de comunicación. Un beneficio emocional más.
Sin embargo, conozco por lo menos tres casos de magnates de periódicos latinoamericanos que han dejado sus países para vivir en el extranjero por cuestiones de seguridad. El caso más conocido y público es el de los dueños del Grupo Reforma, de México, que decidieron mudarse de Monterrey a EEUU. Pero aún así han mantenido el control del grupo.
Ser dueños emocionales tiene desventajas, también. Como no existe la presión de inversionistas externos, estas empresas evolucionan más lento. Para la mayoría de estas familias – con algunas excepciones – el negocio editorial (de papel) es su fuente única de ingresos. Además, muchas de estas empresas son hoy propiedad de varias generaciones de la misma familia. Las ganancias y privilegios han alcanzado hasta hoy para todos, por lo que matar o cambiar a la gallina de los huevos de oro resulta muy difícil.
Esto presenta un oportunidad inmensa para proyectos nuevos, más originales y ágiles. Los medios digitales, sin los costos inmensos que implica producir un diario de papel, son un espacio fértil en nuestros países.
Lanzar medios nuevos es más fácil hoy que nunca. Y los beneficios emocionales siguen siendo enormes -- mucho mayores a los económicos -- en la medida en que se pueda ser útil y relevante para una audiencia desesperada por consumir nuevos modelos de información que rompan con los viejos esquemas.

sábado, 10 de septiembre de 2011

09-11-2001 a 09-11-2011: Una breve reflexión

Uno de los mayores recuerdos que tengo de la noche del 11 de septiembre en Nueva York es el silencio que inundó la ciudad. Entraba por los huesos.
Era un martes, y la ciudad que no duerme estaba pasmada, en shock. Normalmente, la acera junto al edificio donde vivía en la calle 87 retumbaba por los motores de los autobuses y el murmullo constante de la gente. Nueva York es una ciudad que se cuela por las rendijas aún después de cerrar la puerta del departamento.
No esa noche. Esa noche estaba muda.
Por la mañana un amigo nos llamó poco antes de las 9 am para contarnos, un tanto chocarronamente, que una “avioneta” se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center. Prendimos la televisión y en vivo vimos como chocaba el segundo avión en la torre sur. Voltee a mirar a mi esposa y le dije “Esto ya no es normal, debe ser un acto terrorista”.
En ese entonces llevaba tres meses trabajando para la versión en español de The Wall Street Journal. Las oficinas estaban frente al WTC. De hecho, había una ventana a espaldas de mi escritorio que daba justo a una de las paredes de la torre norte, la segunda en caer.
Normalmente entraba al trabajo a las 11 a.m., así que no estaba ni siquiera en camino. Como a las 9.30 am decidí dirigirme a la oficina con la idea ilusa de entrar a mi oficina y llamar a una estación de radio a dar la crónica. Por supuesto, no lo logré y nunca volví a esas instalaciones.
Tomé el metro con mi esposa en dirección sur. Ella se bajó en la calle 14 y yo seguí. Había decidido bajarme una estación antes de lo normal. Comúnmente me bajaba en la estación que estaba en el sótano de las torres. Todos los días por esos tres meses salía de la estación y miraba para arriba. Las torres eran como una inmensa autopista vertical hacia el espacio.
Pero poco antes de llegar, el metro paró en seco. Pasaron unos minutos y vimos al conductor recorrer el tren de un lado a otro (los trenes tienen controles en los dos extremos). No dijo nada, pero se veía consternado.
Unos minutos después el tren avanzó en reversa y tuve que bajar en la misma estación donde había dejado a mi esposa. Miré hacia el sur, a la punta de la isla, donde solo se veía una nube gigantesca de polvo. Las torres habían caído, pero yo no lo sabía.
Me engañé a mi mismo pensando que las torres debían estar detrás de la nube. Sin preguntar ni hablar con nadie comencé a caminar hacia allá, sin detenerme, por más de 30 calles.
Me detuve en Battery Park, un área al costado de las torres que fue creada artificialmente con la tierra que se escavó durante la construcción del WTC.
A unos metros de donde debían estar las torres reinaba una extraña calma. La gente hablaba tranquila y no llegaba el polvo porque ese día el viento soplaba para el otro lado, hacia Brooklyn. Era una mañana totalmente despejada, sin una sola nube. Si no fuera por la gente totalmente bañada en polvo blanco, que caminaban como fantasmas asidos a sus maletines, hubiera sido difícil imaginar la destrucción que había un par de cuadras más allá.
Tras una alerta de fuga de gas nos pidieron dejar el área. Yo caminé sin detenerme hasta mi casa, más de 100 calles para arriba. La gente escuchaba la radio de sus autos con las puertas abiertas, que hablaban de rumores de más aviones secuestrados en el aire. Times Square, casi vacío, mostraba la información obsesivamente en una de sus famosas pantallas electrónicas. Tardé casi tres horas en llegar a casa.
Me encerré con mi esposa y un amigo, viendo una y otra vez las imágenes de los aviones estrellándose en las torres, y éstas derrumbándose una y otra vez. Por más de doce horas tuvimos la televisión encendida. Teníamos miedo, por supuesto.
Muchos de nosotros hemos visto esas torres caer, en video o en nuestros recuerdos, innumerables ocasiones. La fecha y los sucesos se han vuelto parte del paisaje e, incluso, un molesto y aburrido cliché. Pero sin afán de mártir, es un evento que ha marcado mi vida.
Junto con muchos he padecido el incremento en la seguridad en los aeropuertos, la radicalización del discurso político en EEUU, dos guerras invisibles que no se sienten en la vida cotidiana pero que han tenido gran impacto en la sociedad, y dos brutales recesiones económicas que, si bien no tienen relación directa con los atentados, si han mermado la calidad de vida de los estadounidenses. No es el mismo país que hace diez años.
Como periodista de negocios en Nueva York aprendí que la confianza es uno de los mayores atributos de una economía. Si los ciudadanos confían que un país o una empresa harán bien las cosas en el futuro, apuestan por ellos. Creo, sin lugar a dudas, que la confianza de Estados Unidos, en su sistema, sus instituciones, su economía y su futuro no es tan alta como lo fue a fines de la década de los 90. La confianza impulsa la innovación, la creatividad y la competitividad. Es una cualidad difícil de medir, pero fundamental para el desarrollo del sueño americano.
Además del silencio esa noche de martes en la ciudad de Nueva York, hay otra imagen que ha quedado plasmada en mi memoria. Justo un año después, mi esposa, yo y mi hijo mayor – quien nació en mayo de 2002 – caminamos por las calles de una ciudad de Nueva Jersey con un grupo de personas recordando el evento del año anterior. Llevaba yo a mi hijo en el pecho, con uno de esos arneses para cargar bebés. No me considero una persona sensiblera, pero me nació decirle al oído: “Lo que pasó hace un año va a ser muy importante en tu vida”.
No sabía bien por qué, pero sabía que ese evento iba a afectar de alguna forma su condición de ciudadano de EEUU y del resto del mundo. Y ahora, a diez años, aún no me quedan claras las consecuencias de fondo, pero sí la necesidad de ofrecerle a mis hijos un mundo más tolerante que aprenda a dialogar sin violencia y sin actos de terror.