jueves, 17 de noviembre de 2011

Llegó el Día de la Desilusión

Sabía que este día iba a llegar. En mi imaginación, me veía furioso, babeando, quizá destruyendo a mordidas mi preciada copia del AP Stylebook (que, confieso, no he abierto en años). Estaría en calzoncillos fumando (no fumo) y mirando al precipicio frente a mi ventana (vivo en un primer piso). O parado frente a mi puerta frente a un contingente de cámaras de televisión, dando mi declaración al mundo.
Pero estoy solo. Tranquilo. En mi casa. Satisfecho y contento.
El Día de la Desilusión no es como me lo imaginé. Pero llegó.
Empecemos por el principio. Por más que lo pienso, siempre llego a la misma conclusión. El periodismo es un oficio muy sencillo. Incluye, entre otras cosas, difundir información importante, a la mayor cantidad de gente posible. El obrero del periodismo es el reportero, quien se encarga de recopilar información de cierta novedad y relevancia, redactarla en un texto (de cualquier extensión) y publicarla (hacerla pública).
Repasemos: recopilar, redactar, hacer público. Uno. Dos. Tres.
Todo esto sería muy fácil si las cosas que publicamos hicieran feliz a todo dios. De hecho, las cosas más importantes – más relevantes – que podemos publicar son informaciones que afectan a un grupo y que otro grupo o individuo no quieren que vean la luz. Cuando se hace buen periodismo, pues, se entra en conflicto con algo o alguien.
Por eso es una profesión y no un hobby. Hacer buen periodismo es difícil, y hasta peligroso.
Yo considero un periodista a cualquiera que esté dispuesto a hacer esto bien. No me importa si antes era cocinero, ama de casa o barrendero. Si hoy hace periodismo por convicción propia, de su libre albedrío, y lo hace con el esmero, dedicación y ética necesaria, pues bienvenido sea al gremio, digo yo.
Aun así, sigo pensando que el mejor periodismo se hace en equipo. Porque cuando añadimos actores específicos a cada uno de los pasos (repasemos: uno, dos, tres), la calidad periodística tiende a mejorar. Tuve el lujo de ver pasar varios de mis artículos por la maquinaria de edición de The Wall Street Journal (algunos fueron vistos hasta por ocho pares de ojos) y puedo decirles, con toda humildad, que prefiero eso a estar solo en mi casa. Para muestra, un botón: la semana pasada seguí por Twitter el accidente de helicóptero donde murió el secretario de Gobernación de México y en menos de dos horas cometí dos errores graves: olvidé por completo que han sido cuatro – y no tres, como dije – los hombres en ese cargo este sexenio y escribí mal el nombre del segundo secretario de Gobernación del sexenio, quien también murió en un accidente aéreo. Dos almas caritativas me corrigieron – uno muchas horas después – confirmando el valor colaborativo del proceso.
Ese trabajo en grupo, normalmente, se hace dentro de una empresa de medios. Muchas de éstas, en todo el mundo, tienen intereses particulares – ya sea porque son propiedad del gobierno, porque tienen que responder a sus accionistas o porque pertenecen a familias con otros negocios. Esos intereses afectan y moldean las coberturas de muchas formas. A veces, el medio se manifiesta a favor de una corriente política, abiertamente, y eso permea su trabajo periodístico. Otras, el dueño tiene metas específicas, ocultas, e intenta dirigir el trabajo periodístico con llamadas diarias a la redacción.
Los puristas pensarían que esto es terrible y que esto confirma que los periodistas somos unos farsantes porque pretendemos perseguir una objetividad que no existe. Lo cierto es que el periodista es un ser humano que, como todos, no vive en el vacío. Tenemos opiniones, preferencias, obligaciones, miedos y necesidades. Pero también es cierto que muchos quienes nos dedicamos a esta profesión lo hacemos porque tenemos cierta ilusión de poder mejorar y cambiar nuestra sociedad para bien. Lo logramos en la medida en que le ofrecemos información imparcial, rigurosa, verdadera y objetiva a nuestros lectores, esos miembros de la sociedad a quienes les interesa lo que contamos. No deja de ser una aspiración, muchas veces traicionada, pero de lo más noble que tenemos y que nos identifica como gremio.
Hay en el ambiente un afán por glorificar lo que se ha hecho antes (todo tiempo pasado fue mejor) o por desvirtuarlo (todo estaba mal). Cuando una industria (porque esto, señores y señoras, es un negocio) se ve afectada drásticamente por nuevas innovaciones, la reacción es buscar culpables. La culpa la tiene Internet, los empresarios, los gobiernos, los propios periodistas.
Ni el pasado fue perfecto, ni el futuro trae consigo todas las soluciones. Pensar que antes el periodismo era puro y omnipresente es tan absurdo como pensar que la tecnología, por sí sola, atenderá todas las necesidades informativas de todo el mundo, todo el tiempo.
Los problemas, creo, siguen siendo los mismos: un enorme desinterés hacia lo que hacemos de gran parte de la sociedad, pésima paga y pocas oportunidades para los profesionales, una enorme falta de disposición por aprender nuevas formas de hacer su trabajo y una enorme confusión hacia lo que es el periodismo frente a las nuevas tecnologías, entre otras cosas.
De ahí viene el que finalmente haya llegado el Día de la Desilusión. Me desilusiona el nivel del debate sobre el llamado “futuro del periodismo”; la enorme confusión que hay hacia términos como objetividad o profesionalismo. El desdén que muestran las propias empresas periodísticas hacia sus trabajadores y hacia la integración de nuevas tecnologías e innovación en sus redacciones.
Me desilusiona la apatía de muchos periodistas, la arrogancia de muchos expertos, la ignorancia de los dueños de los medios y ver que damos vueltas sobre los mismos conceptos (¿Escribir blogs es periodismo? ¿Cuáles son las reglas de uso de los medios sociales? ¿Cómo evitar canibalizar la edición de papel?) que, francamente, considero una pérdida de tiempo.
Me desilusiona, también, estar observando esto desde la banca y no estar en la trinchera innovando, experimentando, tomando decisiones, lanzando proyectos y coberturas. Me desilusiona incluso que no se me considere para ciertos puestos por “tener un perfil profesional poco tradicional”, whatever that means.
Desde hace tiempo he pensado que los periodistas no podemos estar desocupados porque siempre hay algo que aprender, escribir y comunicar. Pero un sueldo es un sueldo.
Tengo claro, también, que mi carrera se ha convertido en una consecución de proyectos. Ya no me veo “haciendo carrera” en ninguna parte, a pesar de creer en la fortaleza del periodismo hecho desde instituciones éticas y prestigiosas.
Me desilusiona que las escuelas de periodismo sigan graduando cientos de alumnos que no encuentran trabajo.
Y me desilusiona la enorme confusión que existe en una época donde las herramientas son gratis, la barrera de difusión ha caído y donde acceder a cierto tipo de información es más fácil que nunca.
Creo que los periodistas y las empresas de medios no serán las creadoras de tecnologías innovadoras. No está en nuestro ADN. Nunca se ha visto una empresa de medios que haga bien el trabajo de creación de contenidos y al mismo tiempo desarrolle tecnologías de vanguardia. Pixar, que nació como una empresa de hardware, acabó siendo una empresa de animación porque ese era su mayor fuerte.
Nosotros no seremos quienes inventemos el próximo Facebook, Twitter o Google. Gutenberg no era periodista, por decirlo de una forma.
Desde hace dos años vivo en Silicon Valley, a unas cuadras del campus de Facebook (se están mudando a otro lado actualmente). En mis reuniones con emprendedores y desarrolladores me doy cuenta de dos cosas: 1) no tengo los conocimientos técnicos que ellos tienen y 2) tengo una sensibilidad, criterio y visión amplia del mundo de la que ellos carecen.
Esa sensibilidad viene de mi experiencia como editor y gerente de redacciones. A pesar de que los contenidos se han vuelto un bien común (commodity, en inglés) creo que los contenidos de calidad sobresalen sobre el ruidero inmenso de la sobreinformación. Aun creo en el trabajo en equipo que representan marcas periodísticas como The New York Times o The Economist. El reto financiero es inmenso: hacer buen periodismo, de calidad, es costoso. Y aunque muchos de nosotros amamos la profesión, no la queremos tanto como para hacerlo gratuitamente. Digamos, los sueldos son incentivos enormes.
Me preocupa, por ejemplo, que el éxito de experimentos como Spot.us, un sitio de donativos para financiar proyectos específicos, indique que son modelos de negocios replicables a escala. El único modelo de negocios de volumen suficiente que ha podido mantener un flujo de ingresos fijo y considerable es el de la venta de publicidad. No se ha encontrado ninguno nuevo que emule esas dimensiones – ni de cerca.
Pero no nos engañemos. Al igual que no inventamos la imprenta, es muy probable que tampoco inventemos un nuevo modelo de negocios. No es lo que sabemos hacer.
Las empresas de información deben estar impulsadas por un deseo de crear los mejores contenidos posibles, de desenmascarar la verdad, de presentarla de forma interesante, de ser un contrapeso ante el poder, de utilizar la tecnología disponible para llegar a la gente que tenga interés de enterarse y saber (que, ojo, no es toda).
No creo que debamos entregarnos a los Mark Zuckerbergs del mundo. No me lo imagino como director de un medio de información. No es lo que él pretende hacer. En foros del futuro del periodismo en Estados Unidos invitan gente como Craig Newmark. Él inventó un sistema de clasificados en línea que afectó el negocio de los diarios, pero no es periodista. Yo no quisiera tenerlo de jefe, pues.
Steve Jobs en su biografía dice que las empresas de tecnología que dejaron de innovar fueron las que pusieron a gerentes de ventas a la cabeza, en lugar de expertos en el producto. Nuestro producto es la información. La gente que sepa encontrarla, empaquetarla, difundirla y atender a sus audiencias es la gente que debe guiar este cambio. Y para ser eso hay que pasar de atender intereses personales a entender como han cambiado los gustos y preferencias de la gente que nos quiere leer y resolver como generar contenidos que les sean relevantes.
Dicho lo anterior, sí creo que hace falta un gran cambio de mentalidad, generacional, de métodos y metas. Hay que hacer cosas nuevas, diferentes, pero que enarbolen los principios más altos de la profesión.
Sí sabemos contar historias. Sí sabemos distribuirlas. Enfoquemos de nuevo nuestros esfuerzos en eso y hagamos lo que sabemos hacer, de la mejor forma posible, utilizando todas las herramientas disponibles a nuestro alcance.
Es muy simple: Uno, dos y tres.