Los delincuentes estadounidenses se cruzan a México para huir de la justicia por una simple razón: al pasar la frontera, nadie revisa papel alguno.
Manejar por horas entre San Antonio, Texas, y el Distrito Federal me trajo ese y otros aprendizajes estas fiestas navideñas. Finalmente decidí que era momento de enfrentar el temor que este inmigrante chilango tenía de aventurarse al otro lado – de EEUU a México--, un miedo que no sienten los inmigrantes regios y norteños para quienes San Antonio es un suburbio de Monterrey.
Pero para mí, nacido y criado en la Ciudad de México, venido de esa clase media que vive en burbujas y tras altas bardas, cruzar esa frontera ha sido un tabú que diariamente se alimentaba de nuevos prejuicios y lugares comunes. Vivo en EEUU desde hace 9 años, de los cuales casi cuatro han sido en la ciudad del Álamo y en los que he tenido la oportunidad de volver a mi país muchas veces, pero siempre por vía aérea.
Así que mi tiempo había llegado: cruzar o no cruzar ese muro. Y, pues, crucé.
Por supuesto, esta tensión dramática estaba alimentada por mi ignorancia, el cine y las experiencias negativas de algunos amigos, como al que no le dejaron pasar su auto por no tener todos los papeles en regla.
Mi aventura – con mi esposa y mis dos hijos pequeños – comenzó en San Antonio una mañana de diciembre. Manejé durante poco más dos horas por la Interestatal 35 sin mayor eventualidad hasta Laredo y, tras pagar 3 dólares por pasar un puente ya estaba del lado mexicano. Y si del lado gringo todo es en línea recta, del lado azteca las cosas comienzan a virar, torciéndose en las calles de Nuevo Laredo que nacen enredadas y saturadas en el momento que el puente toca el otro lado. Como me habían dicho, el contraste entre la pulcritud de un país y el caos del otro está muy bien representado por estas ciudades hermanas.
Y nadie pide papeles en la frontera. Por eso cruzan los maleantes.
Uno de los trámites que me tenían más nervioso era legalizar la importación temporal de mi coche, que por supuesto tiene placas de Texas. Pero para mi sorpresa el proceso de legalización en los módulos de Banjército tardó sólo 40 minutos y costó 30 dólares (porque pagué con tarjeta. Quienes pagan en efectivo tienen que dejar un depósito de 400 dólares; aún no entiendo la lógica). Y aun cuando llegaba hasta mi acta de matrimonio (que en realidad necesitaba para otra cosa, pero igual la llevaba) me pidieron solo mi registro y licencia, los cuales entregué al empleado con una enorme sonrisa en mi cara, orgulloso de haberme anticipado a todo.
Esta autopista – que está en extraordinario estado – pasa por Monterrey, Saltillo, Matehuala, San Luis Potosí y Querétaro. El año pasado, por ejemplo, tardé 23 horas para llegar en coche a Miami desde San Antonio. El DF está 9 horas más cerca.
El paisaje resucita del lado mexicano. Es un lienzo sencillo, con poca variedad de plantas, un permanente verde grisáceo, semidesértico; es montañoso entre Nuevo Laredo y San Luis Potosí y que se va haciendo más llano hacia Querétaro. Las gasolineras no escasean en ninguno de los dos países – sólo en el tramo que va del puente de Colombia (que usé para cruzar al regreso) y la Interestatal 35 – y también abundan los lugares para comer.
Y, como ya dije, la calidad de la autopista es excelente. La gran diferencia es que en México se maneja mucho más rápido, por arriba de los 110 kilómetros por hora del límite de velocidad (en EEUU se tolera manejar entre 5 y 10 millas arriba, según el condado).
De ida dormimos en San Luis. De regreso, tres semanas después, pasamos la noche en Monterrey. No es una carretera muy poblada, aunque se pueden ver cruces a lo largo de todo el camino que recuerdan los riesgos que alguna gente toman por pasar de un lado a otro. Hay, también, enormes cantidades de transporte de carga, desde traileres hasta las innumerables camionetas de paisanos con placas estadounidenses que van cargados de mercancía, pertenencias y recuerdos hacia los dos lados: de EEUU a México y de México a EEUU.
Al regreso, una de estas camionetas yacía volcada en el terraplén, consumida por las llamas. El tráfico se detuvo por momentos y como en una secuencia de película en cámara lenta pero sin voltear demasiado pude ver dos cuerpos tendidos en el asfalto, cubiertos por mantas azules. Salieron disparados del auto y su piel quedo adherida a la carretera, como untada. Sus cosas quedaron regadas.
Después de tanta calma, de miles de kilómetros de ida y vuelta, de eficientes autopistas, trámites sencillos, buenos servicios y más comodidad de la esperada, esta imagen violenta me recordó que esta frontera está hecha de muchas esperanzas que no se concretan, como los planes frustrados de los pasajeros de esa camioneta.
Cuatro horas después estaba de regreso en mi casa, en Estados Unidos.
lunes, 7 de enero de 2008
Cruce de fronteras
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